¿PARA QUÉ?
Al finalizar el confinamiento, al reabrir los templos, una de las medidas de seguridad que debíamos adoptar era asegurar una distancia de dos metros entre personas. Con este fin, señalé en los bancos los lugares donde las personas se debían sentar para guardar esa distancia. Una persona se sentó en un lugar no señalado y, cuando le dije que sólo se podía sentar donde estaba la señal, me respondió: “Si eso no sirve de nada, fuera la gente hace lo que quiere”. Le respondí que fuera del templo hicieran lo que quisieran, pero nosotros en el templo no. Sin embargo, no pude evitar pensar que nosotros nos esforzábamos en hacer lo debido, pero ¿para qué? Porque en la calle, en las terrazas de los bares, en los parques… la mayoría de la gente hace caso omiso de las medidas de seguridad.
Este domingo escucharemos en el Evangelio la parábola del sembrador. Y el primer pensamiento que tuve fue: “¿Para qué preparar la homilía? Si ya la ha hecho Jesús, y está muy clara”. Pero contemplando al sembrador y desde la experiencia que contaba al principio, podemos preguntarnos: ¿Para qué sembrar la Palabra?
Salió el sembrador a sembrar. Poniéndome en el lugar del sembrador, seguro que yo al final acabaría pensando: “¿Para qué sembrar? Sólo una cuarta parte de lo sembrado cayó en tierra buena y dio grano. El resto se pierde; incluso lo que parecía que iba a dar fruto en cuanto salió el sol se abrasó y por falta de raíz se secó. ¿Para qué tanto esfuerzo, tanto trabajo, tanta preocupación?”.
Esta pregunta del “¿Para qué?” se la hacen muchas personas en muchas circunstancias. Y nosotros, como seguidores de Cristo, aún tenemos más ocasiones en las que nos la hacemos, sobre todo si queremos ser fieles al Señor; y más aún si hemos asumido algún compromiso en la misión evangelizadora: ¿Para qué esforzarnos tanto en sembrar la Palabra de Dios, ya sea en la formación de niños, jóvenes o adultos, o acompañando, organizando oraciones, preparando las celebraciones, procurando que Cáritas funcione lo mejor posible… si la mayoría de la gente pasa y no vuelve, o no hace caso, es más, es que no les interesa, ni tan siquiera penetra un poco en su vida? Y siguen viviendo tan tranquilos y sin tantas preocupaciones como nosotros.
Esta pregunta ya se la hizo el autor del Salmo 73: ¿Para qué he limpiado yo mi corazón…? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana? También San Pablo de algún modo se preguntó para qué sembrar el Evangelio: El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! Si yo lo hiciera por mi propio gusto, eso mismo sería mi paga. Pero, si lo hago a pesar mío… Entonces, ¿cuál es la paga?
Sin embargo, salió el sembrador a sembrar, y nosotros debemos sembrar incluso “a pesar nuestro”. Y la respuesta a ese “¿para qué?” la encontramos en la misma Palabra de Dios. El salmista concluye: Yo siempre estaré contigo. ¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra? Para mí lo bueno es estar junto a Dios. Y San Pablo se responde a sí mismo: es que me han encargado este oficio… ¿Cuál es la paga? Precisamente dar a conocer el Evangelio… para participar yo también de sus bienes.
¿Para qué sembrar la Palabra? Para cumplir el encargo que nos ha hecho el Señor, para tener la certeza de estar siempre con Dios, para participar nosotros mismos de los bienes del Evangelio.
Y si hemos descubierto el “¿Para qué?”, haremos como el sembrador y cada día saldremos a sembrar generosamente, sin preocuparnos de los posibles frutos. Si nos sentimos unidos a Dios, viviremos la sana indiferencia del salmista: contigo, ¿qué me importa la tierra? No nos importará tanto el esfuerzo, ni que la mayoría no hagan caso, porque sabemos que nuestra misión es sembrar.
¿En qué ocasiones me he preguntado para qué hago las cosas? ¿Soy “sembrador”? ¿Me he preguntado para qué sembrar la Palabra? ¿Siento que esa siembra me beneficia a mí también?
Como dirá San Pablo en la 2ª lectura del Domingo: Los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Salgamos a sembrar cada día, aunque nos cueste, porque es el mismo Señor quien nos lo pide. Y aunque nos parezca que la siembra se pierde, tengamos presente lo que ha dicho el Señor en la 1ª lectura: esa Palabra sembrada no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo.
Raúl García Adán