Nos has llamado al desierto
Adentrarse en un desierto es siempre un reto para el ser humano, que se siente pequeño e insignificante ante la inmensidad de estos lugares áridos, bastos y silenciosos. En el desierto falta el agua, el alimento, los lugares para el descanso; en el desierto falta la vida. Aquí experimentamos la falta de lo más esencial. Y esto es lo que en estos momentos los cristianos queremos poner en el centro de la existencia, aquello que es fundamental para vivir, y quizás nos falta. Ese es Dios, a quien hemos dejado de lado, y que ahora vuelve a nuestro encuentro.
El desierto es en muchos momentos de la historia de la salvación el lugar de la purificación, el lugar donde el pueblo de Dios vive tiempo de conversión, de transformación interior. Es el desierto el lugar de la toma de conciencia, donde recuerda el hombre su pobreza e insignificancia, y la necesidad de Dios en su día a día, pues solo Él mantiene viva su esperanza. En el desierto el pueblo experimenta la bondad de un Dios que le alimenta con el maná, que calma su sed con el agua que mana de la roca, que sana las picaduras de la serpiente y cuida al pueblo con paciencia y bondad.
Dios, cada cuaresma, como a Israel, llama a la Iglesia al desierto. Allí busca reencontrarse con nosotros, allí quiere que escuchemos su palabra, que recordemos, en nuestra pobreza, todo aquello que Dios nos regala, manifestación sencilla y sincera de su amor y su benevolencia. En el desierto vivimos la experiencia de misericordia. Allí Dios, al que habíamos dejado al margen de la vida diaria, nos recordará que nunca nos deja, que nos acompaña, sigue nuestros pasos y nos revela su rostro de padre cuando más le necesitamos.
El desierto es también lugar de tentación. Sentiremos el impulso de tirar la toalla, pensaremos que no podemos, que no vale la pena tanto esfuerzo, que preferimos pasar de todo esto y conformarnos. Llegamos hasta aquí. Pero Dios vuelve a mirarnos y nos anima, nos recuerda que hay vida, hay gozo, hay alegría y esperanza después del desierto. Que tras este camino de esfuerzo, de entrega, que sacará lo mejor de nosotros mismos, habrá lugar para el descanso, para el reencuentro, para deleitarnos en su presencia y agradecer lo aprendido, lo vivido, y sobre todo lo que hemos crecido durante estas jornadas que pueden llegar a ser pesadas y angustiosas, pero que dan fruto en abundancia.
Seamos valientes esta cuaresma; Dios nos quiere llevar al desierto para hablarnos al corazón, para que vivamos su amor, para que hagamos experiencia de su perdón, de su amistad. En el desierto quiere encontrarse con nosotros y mostrarnos el verdadero rostro de la misericordia. El desierto es el lugar para crecer, para configurarnos a imagen de Jesús, es el lugar de la libertad. Dejemos que estos 40 días nos liberen de nuestras propias cadenas y nos acerquen a Dios para que a él podamos abrazarnos y acogernos, como niños junto a su padre.
Que pasemos un santo desierto, una santa cuaresma.
Quique, vuestro cura.