«LA LLEVARÉ AL DESIERTO Y LE HABLARÉ AL CORAZÓN»
El desierto aparece en la Sagrada Escritura como lugar de encuentro con Dios. Al desierto no vamos por propia iniciativa; es Dios quien nos lleva, es Espíritu quien nos empuja, como lo hizo con Jesús. Muchas personas no pueden retirarse a un lugar concreto y alejado, pero todos podemos entrar en una soledad sonora cada vez que la vida nos depare una pausa. El desierto, encuentro en soledad con la Palabra creadora, es el arte de recomenzar desde lo que somos en lo más profundo. Cuando todo calla, nos ponemos junto a la fuente, para gustar el misterio. El buscador vive siempre en profunda soledad que lo aboca desnudo ante Dios.
El desierto es ausencia de cosas que nos distraigan, nos pone ante lo que realmente importa; es oportunidad de gracia en la que Dios nos revela lo que somos y lo que espera de nosotros. En el desierto somos contemplativos en la precariedad, abrazamos la riqueza de bendición que se nos concede. Nada puede importar más que encontrar a Dios. Es decir, enamorarse de Él de una manera definitiva y absoluta. Aquello de lo que te enamoras atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando su huella en todo. Será lo que decía qué es lo que te saca de la cama por la mañana, qué haces con tus atardeceres, en qué empleas los fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe tu corazón y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud.
En el desierto se nos pone a prueba: debemos permanecer atentos, vigilantes, porque «no hay encerramiento tan cerrado adonde él (el diablo) no pueda entrar, ni desierto tan apartado donde deje de ir (Moradas 5 Sta. Teresa) La mejor vigilancia es estar unidos a Dios. Si esta alma se estuviese siempre asida a la voluntad de Dios que está claro que no se perdería, por lo cual nada de dejar la oración y vivir este tiempo muy nidos a Cristo, este tiempo de gracia y salvación. Feliz y santa cuaresma .
HERMANAS CARMELITAS