La Luz que Revela y Traspasa: La Profundidad de la Candelaria
La festividad de la Presentación del Señor en el templo, conocida como la Candelaria, irradia un misterio luminoso que trasciende el tiempo. En este encuentro sagrado, el Niño Jesús, «luz para alumbrar a las naciones» (cf. Lc 2,32), es llevado al templo, cumpliendo la ley mosaica, pero revelando, al mismo tiempo, el cumplimiento de todas las promesas. Las lecturas evangélicas nos sumergen en un drama divino donde la luz de Cristo, aunque tierna en su humildad, desvela los secretos del corazón humano y llama a una conversión radical.
El anciano Simeón, movido por el Espíritu, reconoce en el Niño al Salvador y pronuncia palabras que resuenan como un eco eterno: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». La luz de Cristo no es un mero resplandor pasivo; es fuego que purifica, verdad que confronta. Él es el «signo de contradicción» que divide la historia y los corazones, exigiendo una elección: acoger la gracia o resistirse a ella. Quienes se abren a esta luz encuentran en la caída la semilla del levantamiento, pues la misericordia divina transforma las fragilidades en cimientos de santidad.
Junto a Simeón, la profetisa Ana emerge como testigo de esta aurora mesiánica. El texto destaca su fidelidad: «no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día». Su vida, dedicada íntegramente a la espera del Redentor, se convierte en símbolo de la Iglesia que vigila en la oscuridad, confiada en que la luz llegará. Al contemplar al Niño, Ana no guarda silencio: «hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén». Así, la Candelaria nos recuerda que quien encuentra a Cristo no puede dejar de ser heraldo de su luz. La evangelización no es opción, sino consecuencia natural del encuentro con Aquel que ilumina el sentido de la existencia.
Tras este episodio, la Sagrada Familia regresa a Nazaret, y el evangelista resume con sencillez profunda el crecimiento de Jesús: «El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él». La luz, que en Belén brilló en la pobreza, en el templo fue proclamada, y en Nazaret se fortalece en lo oculto, nos enseña que la auténtica luminosidad espiritual no busca espectáculo, sino que se arraiga en la cotidianidad fiel, en el silencio que madura la comunión con el Padre.
En este misterio, María ocupa un lugar central. Simeón le anuncia que una espada traspasará su alma, anticipando su participación única en el sacrificio redentor. Ella, la primera discípula, acoge la luz de su Hijo incluso cuando esta revela las sombras de la cruz. Su «sí» permanente la convierte en modelo de quien permite que la gracia transforme el dolor en amor fecundo. En la Candelaria, María nos muestra que ser luz en el mundo implica abrazar la paradoja cristiana: la entrega que da vida, la obediencia que libera, la fe que ve más allá de las apariencias.
Que esta fiesta nos impulse a llevar, como Ana, la antorcha de la esperanza a los que yacen en tinieblas; a aceptar, como Simeón, que la verdad de Cristo nos confronta; y a seguir, como María, confiando en que, incluso en la noche, la luz de Aquel que es «Dios con nosotros» jamás se apaga.