Editorial

Manos Unidas y la Civilización del Amor

En el silencio de la noche, mientras el mundo gira entre luces y sombras, hay un grito que atraviesa fronteras: el clamor de quienes no tienen pan, ni agua, ni esperanza. Es un gemido que resuena en el corazón de Dios y que, desde hace décadas, encuentra respuesta en las manos unidas de quienes creen que otro mundo es posible. Este fin de semana, la Jornada Mundial contra el Hambre convocada por Manos Unidas nos invita a no cerrar los ojos ante el dolor de los hermanos, sino a convertir nuestra fe en obras, nuestra oración en pan y nuestra caridad en justicia.

Desde su origen, Manos Unidas ha sido un reflejo del amor encarnado. Aquellas mujeres de Acción Católica que, movidas por la intuición evangélica, decidieron responder al hambre con solidaridad, sembraron una semilla que hoy es árbol frondoso. Como recuerda el papa Francisco, no basta con lamentar las injusticias; hay que «ponerse manos a la obra». Este sábado 8 de febrero en la Jornada central, la Iglesia nos llama a vivir un tiempo de gracia: compartir no como acto de caridad ocasional, sino como estilo de vida que desvela nuestra verdadera riqueza.

Los números duelen: el 29% de la humanidad vive en inseguridad alimentaria, y en África, la cifra alcanza el 58%. Detrás de cada porcentaje hay rostros concretos, historias de madres que caminan kilómetros por un poco de agua, niños cuyos sueños se apagan en aulas sin libros, ancianos que mueren sin haber conocido la dignidad. El hambre no es una fatalidad, sino un escándalo que clama al cielo. Es fruto de un sistema que olvida al hombre para adorar al ídolo del beneficio, de una economía que mata mientras acumula, de un pecado colectivo que nos endurece el corazón.

Pero en medio de este valle de lágrimas, Manos Unidas se alza como peregrina de esperanza. Sus 530 proyectos en 51 países son testimonio de que la civilización del Amor no es una utopía. Escuelas que iluminan mentes, pozos que sacian sedientos, mujeres que reconstruyen su vida con dignidad, comunidades que siembran justicia frente al cambio climático… Cada obra es un milagro cotidiano, una gota en el océano que, unida a otras, puede calmarlo. Como decía la Madre Teresa de Calcuta, el océano de la misericordia se compone de infinitas gotas de amor.

La campaña de este año, «Compartir es nuestra mayor riqueza», nos interpela a una conversión radical. No basta con dar limosna; hay que transformar las estructuras del egoísmo. La verdadera conversión, como enseña el Evangelio, pasa por el bolsillo: exige desprendernos de lo superfluo para que otros tengan lo necesario, cuestionar un modelo económico que concentra riquezas en pocas manos y deja a millones en la intemperie. Es un llamado a mirar con los ojos de Cristo, a descubrir en el hambriento el rostro del Señor que nos dice: «Tuve hambre, y me disteis de comer» (Mt 25,35).

Hermanos, no cerremos los oídos al gemido de los pobres. Este fin de semana, dejemos que la generosidad nos llene de Dios. Porque, como escribió san Juan Crisóstomo, «el que tiene misericordia del pobre, presta a Dios». Y en ese préstamo, encontramos nuestra salvación.

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