El Papa Francisco: Pastor de Misericordia y Testigo Fiel del Misterio Petrino
En el designio salvífico de Dios, la Iglesia, fundada sobre el sólido cimiento de los apóstoles, encuentra en el obispo de Roma al sucesor directo de San Pedro, aquel a quien el Señor confió las llaves del Reino y la misión de confirmar en la fe a sus hermanos. Este sagrado ministerio, enraizado en el misterio petrino, se ha manifestado de manera particular en el pontificado del Papa Francisco, quien, movido por el Espíritu Santo, ha sido un instrumento de la divina misericordia para nuestro tiempo.
Desde el momento en que el humo blanco ascendió sobre la Capilla Sixtina y el mundo escuchó el anuncio de «Habemus Papam», el corazón de Francisco se reveló como un reflejo del Corazón de Cristo, Pastor bueno que busca a la oveja perdida y cura las heridas de los más frágiles. Su pontificado ha sido una invitación constante a redescubrir la alegría del Evangelio, esa alegría que nace del encuentro personal con Jesucristo y que se expande en la caridad hacia los últimos, los olvidados, aquellos que el mundo descarta.
Las encíclicas y enseñanzas del Santo Padre han sido faros de luz en medio de las sombras de nuestro tiempo. En Evangelii Gaudium, nos recordó que la Iglesia no es una aduana para custodiar doctrinas, sino una madre que sale al encuentro, que abraza y que anuncia con gozo la salvación. En Misericordiae Vultus, proclamó el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, revelando que el rostro de Dios es, ante todo, el de un Padre que perdona sin medida y que nos llama a hacer lo mismo. Y en Fratelli Tutti, bajo la inspiración del Espíritu, trazó un camino de fraternidad universal, donde la paz se construye no con las armas del poder, sino con las del diálogo y la acogida.
Su ministerio ha estado marcado por un amor preferencial por los pobres, imitando a Aquel que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros. Sus gestos “lavar los pies a refugiados, abrazar a enfermos de SIDA, visitar cárceles y barrios marginales” no han sido meros simbolismos, sino signos proféticos de una Iglesia que no teme ensuciarse las manos para llevar el perfume de Cristo a las periferias existenciales.
Hoy, al elevar nuestra acción de gracias al Padre por el don de su pontificado, imploramos también que, por intercesión de la Santísima Virgen María, el Espíritu Santo guíe a los cardenales en la próxima elección del sucesor de Pedro. Que, como en los albores de la Iglesia, cuando los apóstoles se reunieron en oración para elegir a Matías, también hoy los purpurados disceran con sabiduría divina al que ha de ser, ante el mundo, servus servorum Dei y piedra visible de unidad en la fe.
Que el Señor, que comenzó en Francisco la buena obra de un pontificado marcado por la ternura y la valentía evangélica, la lleve a cumplimiento en el día de Cristo, y que su ejemplo siga inspirando a la Iglesia a ser, en cada tiempo, fiel reflejo de la misericordia del Padre. Amén.