LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
La Solemnidad de la Ascensión del Señor, celebrada cuarenta días después de la gloriosa Pascua, marca el punto culminante de la presencia terrenal de Cristo y el inicio de la era de la Iglesia. Esta fiesta, nos invita a una profunda reflexión sobre un misterio que no solo concluye un capítulo, sino que abre las puertas a una nueva forma de relación con lo divino y a un renovado propósito en nuestra vida de fe.
El primer misterio que celebramos es el de Jesús como el Educador Divino, que abre nuestras mentes a las Escrituras y al plan de amor de Dios. El Evangelio de San Lucas nos relata cómo Jesús, después de su Resurrección, «les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras» (Lc 24,45). Esta no es una mera lección intelectual, sino una profunda revelación que transforma el corazón y la mente de los discípulos. Ellos, testigos de su Pasión y Resurrección, son capacitados para discernir el sentido profundo de todo lo acontecido, comprendiendo que el sufrimiento y la glorificación de Cristo no son un fracaso, sino el cumplimiento de las divinas promesas. La Ascensión, lejos de ser una despedida, es la culminación de esta enseñanza, elevándonos a una nueva perspectiva, una visión desde la eternidad.
La conclusión para nuestra vida cristiana es clara: debemos permitir que Jesús sea también nuestro Educador, abriendo nuestras mentes y corazones a la Palabra de Dios. En un mundo saturado de información y, a menudo, sumido en la confusión, es crucial que volvamos a las Escrituras, no como un texto antiguo, sino como la voz viva de Dios que nos habla hoy. Comprender el plan de salvación nos proporciona una base sólida para nuestra fe, dándonos sentido a nuestras pruebas y esperanzas. Al igual que los discípulos, estamos llamados a reconocer la mano providente de Dios en los acontecimientos de nuestra vida, confiando en que todo forma parte de un designio amoroso.
El segundo punto central del misterio de la Ascensión es el don prometido del Espíritu Santo, una fuerza que nos reviste desde lo alto. Jesús, antes de ascender, dice a sus discípulos: «Yo enviaré sobre vosotros la promesa de mi Padre; permaneced en la ciudad hasta que seais revestidos con la fuerza de lo alto» (Lc 24,49). La partida de Jesús no es un abandono, sino la preparación para una nueva forma de presencia, una presencia dinámica y transformadora a través del Espíritu. Este don capacita a los discípulos para ser testigos valientes y alegres, superando el miedo y la timidez que los habían paralizado. Regresan a Jerusalén «con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios» (Lc 24,52-53). La Ascensión es, por tanto, la condición necesaria para la efusión del Espíritu, quien nos impulsa a la misión.
Para nuestra vida cristiana cotidiana, esto significa que no estamos solos en nuestra fe. El Espíritu Santo es nuestra fuerza, nuestra guía y nuestro consuelo. A menudo, nos sentimos abrumados por los desafíos del mundo, la tentación de la desesperación o la vergüenza de nuestra propia debilidad. Sin embargo, la promesa de Jesús en la Ascensión nos asegura que el Espíritu nos capacita para superar cualquier obstáculo. Debemos invocar al Espíritu Santo en cada momento de nuestra vida, permitiendo que su poder nos infunda coraje para dar testimonio de Cristo, para vivir con alegría y para alabar a Dios en todas las circunstancias. Es el Espíritu quien nos da la capacidad de vivir una vida de conversión continua y de experimentar el perdón de los pecados, el contenido esencial de nuestro testimonio.
Finalmente, el tercer punto nos revela que la Ascensión no es una separación, sino una nueva forma de presencia de Jesús entre nosotros. La partida hacia Betania, desde donde se esperaba el regreso de la Gloria, no es un adiós, sino una transición. Los Hechos de los Apóstoles nos relatan que Jesús «fue arrebatado» y una nube «lo apartó de sus ojos» (Hch 1,9). Esta nube, eco de la presencia divina en el Sinaí y en la Transfiguración, simboliza la trascendencia de Jesús, pero también su cercanía en la fe. Con la Ascensión, Jesús abrió las puertas del cielo, de la vida eterna, y nuestra humanidad frágil fue elevada a la diestra del Padre. Su «estar presente de una manera nueva» explica la alegría de los discípulos.
La conclusión para nuestra vida diaria es la certeza de que Jesús sigue con nosotros, aunque no lo veamos de la misma manera que los apóstoles. La «nube de fe» que envuelve nuestra vida no es un obstáculo, sino el camino a través del cual experimentamos a Jesús de manera más profunda y verdadera. Esta certeza nos libera de la ansiedad por el futuro y nos infunde esperanza. La Ascensión nos recuerda que estamos llamados a la misma suerte que Cristo: la vida eterna en la gloria. Esta esperanza, sin embargo, no nos lleva a la pasividad, sino a una «Iglesia en salida», a un compromiso misionero que se extiende «hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). La espera del último día se vive en la acción, siendo testigos de la misericordia y el amor de Dios en nuestro día a día.
En esta gloriosa Solemnidad de la Ascensión, recordamos que Jesús, al ascender al Padre, no nos ha abandonado, sino que nos ha abierto el camino al Cielo y nos ha enviado el Espíritu Santo para ser sus testigos en el mundo.
Que, como la Santísima Virgen María, Reina de la Paz, quien contempló este misterio con fe y esperanza, podamos también nosotros mantener nuestro corazón elevado hacia el Cielo, viviendo con alegría la espera de su venida y siendo instrumentos de su amor y misericordia en cada paso de nuestra vida.