Editorial

Orar con fe, vivir con esperanza

En el corazón del Jubileo 2025, la solemnidad de la Santísima Trinidad nos invita a volver la mirada hacia quienes, en el silencio y la entrega radical, encarnan el misterio trinitario: los hombres y mujeres consagrados a la vida contemplativa. Entre ellos, las Carmelitas Descalzas del Monasterio San Juan de la Cruz de Villar del Arzobispo emergen como un testimonio vivo del lema que guía la Jornada Pro Orantibus: *«Orar con fe, vivir con esperanza»*. Su clausura no es muro que aísla, sino ventana abierta al cielo, donde la oración se convierte en aliento para un mundo sediento de sentido.

Como enseña el papa Francisco en “Vultum Dei quaerere”, «la oración es el corazón de la vida contemplativa». En el Carmelo de Villar, esta verdad se hace carne cada día. Entre los muros de su monasterio, estas esposas de Cristo elevan su plegaria «con fe sincera», no como refugio de lo intangible, sino como raíz que sustenta la esperanza. En una época marcada por la incertidumbre, su existencia es un recordatorio: la auténtica esperanza no brota de cálculos humanos, sino de la confianza inquebrantable en Aquel que «cumple sus promesas». Como Abraham y Sara, ellas han dejado «su tierra» —seguridades, afectos, proyectos— para seguir la llamada de un Dios que «hace vivir en esperanza» incluso cuando la esterilidad —física o espiritual— parece cerrar caminos.

La fecundidad de su vocación no se mide en logros visibles, sino en la «descendencia numerosa» que germina en lo invisible: las almas que se sostienen por su intercesión, la Iglesia que se fortalece con su sacrificio, el mundo que recibe, sin saberlo, el fruto de su unión con Dios. En la «soledad habitada» de su clausura, las Carmelitas de Villar encarnan la paradoja de Sara: mujeres «estériles» según el mundo, pero madres de multitudes. Su oración es «profecía», como la de Abraham, porque cree «contra toda esperanza» en el Dios que transfigura el desierto en jardín.

En la espiritualidad carmelitana, heredera de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, la esperanza no es optimismo superficial, sino certeza arraigada en la Cruz. Las monjas de Villar lo saben: sus noches oscuras, sus silencios, sus alegrías escondidas son participación en el misterio pascual. Como María, «primera discípula orante», llevan en su regazo las angustias y anhelos de la humanidad, ofreciéndolos al Padre con la paciencia de quien sabe que «la esperanza no defrauda».

Hoy, dirigimos la mirada a este Carmelo con gratitud. En un mundo que idolatra lo efímero, ellas testimonian que «orar con fe» es la única forma de «vivir con esperanza». Su clausura es misión: son «faros» que, desde Villar del Arzobispo, iluminan los caminos de quienes han olvidado que la vida verdadera se encuentra «en la celda del propio corazón», donde Cristo espera. Que su ejemplo nos impulse a todos a convertir nuestras propias existencias en ofrendas creyentes, porque —como ellas enseñan— solo quien se abandona al Dios fiel puede ser, en medio de las tormentas, «signo de la esperanza que no se apaga».

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