La Confirmación: Sellados por el Espíritu en la Plenitud de la Fe
Este domingo, nuestra comunidad cristiana se congregará en un momento de especial gracia: nueve adultos recibirán el Sacramento de la Confirmación, culminando así su plena iniciación en la vida de la Iglesia. Este acto no es un mero trámite, sino un encuentro vivo con el Espíritu Santo, que fortalece y perfecciona la obra comenzada en el Bautismo y alimentada por la Eucaristía. Junto a estos dos sacramentos, la Confirmación constituye el tercer pilar de la iniciación cristiana, aquel que imprime en el alma el carácter indeleble del Paráclito, conformándonos más íntimamente a Cristo y capacitándonos para ser testigos audaces de su Reino.
La Confirmación es, en esencia, el sacramento de la madurez en la fe. No porque la edad determine su recepción —pues en muchos lugares se administra en la infancia—, sino porque supone una adhesión consciente y libre a la misión que Cristo confía a su Iglesia. Según enseña el Concilio Vaticano II, por este sacramento los fieles son «más obligados a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras» (*Lumen Gentium*, 11). El Espíritu, que descendió sobre los apóstoles en Pentecostés, se comunica ahora a estos nueve hermanos, infundiendo en ellos sus siete dones: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Estos dones no son meras disposiciones interiores, sino fuerzas sobrenaturales que transforman al confirmado en instrumento de la gracia divina en el mundo.
Recibir la Confirmación en la edad adulta añade una singular profundidad a este sacramento. Estos candidatos, tras un camino de discernimiento y catequesis, han llegado a este momento con una fe probada y una voluntad deliberada de sellar su alianza con Cristo. Su «sí» no es heredado, sino personal; no es pasivo, sino ardiente. En ellos se cumple aquella palabra de San Pablo: «Yo vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gálatas 2,20). La madurez humana, unida a la acción del Espíritu, hace de su Confirmación un testimonio elocuente para toda la comunidad, recordándonos que la fe debe renovarse y profundizarse constantemente.
Las consecuencias para la vida cristiana son radicales. El confirmado, ungido con el sagrado crisma, se convierte en soldado de Cristo, llamado a combatir el mal con la fuerza de la caridad y a anunciar el Evangelio sin temor. Ya no es un espectador, sino un protagonista de la misión eclesial. Su vida sacramental se intensifica, pues la Confirmación lo incorpora más plenamente a la comunión de los santos y lo habilita para asumir responsabilidades en la Iglesia, como ser ministro extraordinario de la Eucaristía o padrino de Bautismo y Confirmación. Pero, sobre todo, este sacramento lo configura como testigo, como aquel que —guiado por el Espíritu— debe llevar la luz de Cristo a las tinieblas del mundo.
En este día de alegría, confiamos el camino de estos nueve hermanos a la Virgen de la Paz, quien, llena del Espíritu Santo, supo decir «hágase en mí según tu palabra». Que Ella, madre y modelo de la Iglesia, los acompañe en su misión, intercediendo para que permanezcan fieles a la gracia recibida.