Querida familia, querida parroquia,
Comenzamos un año nuevo y, como sucede siempre en la vida espiritual, lo importante no es tanto lo que nosotros hacemos al empezar, sino desde dónde comenzamos. Y la Iglesia hoy nos invita a comenzar desde un lugar muy concreto: desde una madre. Desde María, Madre de Dios.
Y esta expresión —Madre de Dios— no es una fórmula piadosa ni una idea abstracta. Es una confesión de fe que toca el corazón del misterio cristiano. Porque decir que María es Madre de Dios es decir que Dios no tuvo miedo de entrar en nuestra historia, que no se mantuvo a distancia, que no eligió el camino del poder ni de la seguridad, sino el camino de la fragilidad, del tiempo, de la carne. Dios quiso ser hijo. Quiso necesitar cuidados. Quiso ser sostenido por brazos humanos.
Y María fue ese espacio humano donde Dios pudo habitar. Donde la eternidad entró en el tiempo. Donde el silencio de Dios se hizo palabra, y la palabra se hizo carne.
Por eso esta fiesta está al comienzo del año. Porque nos recuerda que el tiempo no es una amenaza, ni una carga, ni una carrera contra el reloj. El tiempo es lugar de salvación. El año nuevo no es un vacío que tengamos que llenar con nuestros planes, sino un don que necesitamos aprender a recibir. Y María nos enseña justamente eso: a recibir. Ella no se apodera del misterio, no lo controla, no lo entiende todo. Ella acoge.
Cuántas veces nosotros comenzamos el año con el corazón inquieto, cargado de preocupaciones, de miedos, de expectativas que nos superan. Queremos tener todo previsto, todo organizado, todo bajo control. María, en cambio, nos muestra otro camino: el de la confianza paciente. Ella guarda las cosas en el corazón, las medita, les da tiempo. Y así nos enseña que la fe no es ansiedad espiritual, sino abandono confiado en Dios.
Decir que María es Madre de Dios es también afirmar algo muy concreto sobre Jesucristo. Él no es un Dios lejano ni un héroe religioso. Es Dios hecho carne, verdadero Dios y verdadero hombre, uno solo. Y si Dios se hizo carne, entonces nada de lo humano le resulta indiferente. Dios no desprecia la fragilidad, no evita el sufrimiento, no se salta los procesos. Entra en ellos.
Y María es la primera que vive esta cercanía de Dios. Ella lo lleva en su seno, lo da a luz, lo alimenta, lo acompaña en su crecimiento. En ella, Dios aprende el ritmo humano. Por eso María nos revela algo esencial del modo de actuar de Dios: Dios no irrumpe, acompaña; no impone, propone; no aplasta, sostiene.
Desde aquí podemos entender mejor el don teológico de la paz. La paz no es simplemente ausencia de conflictos, ni equilibrio de fuerzas, ni silencio impuesto. La paz nace allí donde la vida es acogida, donde la fragilidad no es descartada, donde el otro no es una amenaza, sino un don. La paz nace de una mirada materna sobre la realidad.
María nos enseña esa mirada. Una mirada que no se deja llevar por el miedo, que no responde con dureza, que no necesita dominar. Una mirada que cuida, que protege, que sabe esperar. Por eso la paz verdadera no se construye primero desde las estrategias, sino desde el corazón convertido, desde la ternura, desde la capacidad de reconocer al otro como hermano.
Cuánta falta nos hace esta paz en nuestras familias, en nuestras comunidades, en nuestra sociedad. Una paz que no se grita, que no se exhibe, sino que se gesta en lo pequeño, en lo cotidiano, en la paciencia, en el perdón, en la cercanía. María, Madre de Dios, es maestra de esta paz silenciosa y fecunda.
Y la Iglesia, al comenzar el año mirando a María, aprende también algo sobre sí misma. Aprende que está llamada a ser madre antes que jueza, casa antes que fortaleza, lugar de acogida antes que espacio de exclusión. Una Iglesia que acompaña procesos, que respeta los tiempos, que no se cansa de cuidar la vida, incluso cuando es frágil, herida o incompleta.
Hermanos y hermanas, pongamos este año que comienza bajo la protección de María. No para que nos ahorre las dificultades, sino para que nos enseñe a vivirlas con fe. No para que nos quite la cruz, sino para que nos ayude a permanecer de pie junto a ella. No para que nos dé seguridades humanas, sino para que nos regale un corazón más confiado y disponible.
Que María, Madre de Dios y madre nuestra, nos enseñe a comenzar cada día desde la acogida, desde la confianza y desde la paz que nace cuando sabemos que Dios sigue entrando en nuestra historia, no con estruendo, sino con la discreción de quien se deja llevar en brazos.
Vuestro, Julio.


