Editorial

Santa Ana y San Joaquín: Abuelos de Esperanza y Fe

El 26 de julio, la Iglesia eleva su mirada hacia dos figuras entrañables de la tradición cristiana: Santa Ana y San Joaquín, padres de la Santísima Virgen María y abuelos del Salvador. Aunque su historia no está recogida en los Evangelios canónicos, la piedad de los fieles y los escritos apócrifos los han venerado desde el siglo II como modelos de fe, paciencia y esperanza en las promesas de Dios. Su testimonio trasciende el tiempo, iluminando hoy, de modo particular, la vocación sagrada de los abuelos en la familia y en la Iglesia.

En una cultura que frecuentemente margina a los ancianos, considerándolos como voces del pasado más que como guías del presente, Santa Ana y San Joaquín emergen como paradigmas de una esperanza que no se agota en lo humano. Como ellos, muchos abuelos de hoy cargan con el peso de lo que el mundo llama «fracasos»: años de silencio, oraciones aparentemente no respondidas, sueños que parecen truncados. Sin embargo, al igual que estos santos, que en su ancianidad recibieron el don de María —la Inmaculada, puerta de la Salvación—, los abuelos cristianos encarnan la verdad profunda de que Dios escribe derecho en los renglones torcidos de la historia. Su esperanza no se funda en el éxito terreno, sino en la fidelidad divina que nunca defrauda (Rm 5,5).

En un tiempo donde la fe se diluye entre ruidos y prisas, son ellos quienes, con su paciencia y perseverancia, enseñan que la esperanza cristiana no es mero optimismo superficial, sino confianza radical en Aquel que «hace nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Los abuelos, como Ana y Joaquín, son testigos de que la esterilidad —física o espiritual— no tiene la última palabra. Su vida, marcada por la oración y la entrega silenciosa, es un eco del Salmo 92: «Aún en la vejez darán fruto, estarán vigorosos y verdes».

En el Jubileo de la Esperanza que estamos viviendo, su testimonio adquiere una relevancia profética. Mientras el mundo idolatra la juventud y la productividad, los ancianos nos recuerdan que la verdadera meta no es la acumulación de logros, sino la santidad. Ellos, con sus manos arrugadas que aún se pliegan en oración y sus voces que narran las maravillas del Señor (Sal 71,18), son puentes entre generaciones. Transmiten no solo recuerdos, sino la savia de la fe que sostuvo a Abraham, a Sara y a todos los justos que caminaron «como viendo al Invisible» (Hb 11,27).

Santa Ana y San Joaquín, al acoger en su seno a la futura Madre de Dios, nos enseñan que los abuelos son cooperadores del designio divino. Su hogar fue el primer santuario donde se cultivó el «sí» que cambiaría la historia. Hoy, sus sucesores —los abuelos que crían nietos, que acompañan con rosario en mano, que ofrecen sus dolores por la conversión de las familias— continúan esa misión. Son tierra fértil donde la semilla del Evangelio germina, porque su esperanza no está anclada en lo pasajero, sino en el cielo.

Que esta fiesta nos impulse a mirar con gratitud a los ancianos que Dios ha puesto en nuestro camino. Que, como Ana y Joaquín, su vida nos enseñe que la auténtica dicha —como proclama el lema de este año— es la de «quien no ha perdido la esperanza» (Eclo 14,2). Porque en sus ojos cansados brilla la luz de quien sabe que, más allá del ocaso, aguarda el Amanecer eterno.

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