Hoy leemos el capítulo precioso del bautismo de Jesús. El evangelista Mateo compone una pieza muy breve, y nos describe tres sucesos: el momento delicado en que Jesús pide el bautismo, y cómo Juan se reconoce indigno; el Espíritu bajando sobre Jesús y la voz que le llama hijo amado, complacencia del Padre.
Juan sabe que no le llega a Jesús a la suela del zapato. Y le conmueve que se presente ante él. También es capaz de, sin preguntar, hacer lo que le pide.
Jesús escucha una voz de los cielos que le nombra hijo amado. Y nunca dejará de presentarse así ante Dios. Es lo que diferencia a Jesús del resto de profetas y maestros de su época. Se sabe Hijo, aunque eso le vaya a costar la vida. Habiendo vivido, hasta los treinta años, como cualquier varón judío, estudiando en la sinagoga la ley y los profetas, a partir de su presentación ante el Bautista, la vida de Jesús dará un giro radical. Porque saberse bajo el Espíritu imprime algo muy especial a lo que venía siendo una vida muy correcta. Juan le bautiza, a regañadientes, con agua, pero sabe que Jesús le sobrepasa, y que su vida llegará mucho más lejos. En Jesús está el Espíritu de Dios. Y desde ese momento, la misión de Jesús será enseñar a todos que Dios es Padre, que todos debemos y podemos sentirnos hijos de Dios y que nuestra misión en la vida es luchar para que todos tengan la vida que merecen como tales.
Se dirige a Dios como Abba, Papá. Esta expresión infantil, que podría sugerir una relación un tanto exclusiva, sólo indica intimidad, complicidad, cercanía, nunca trato privilegiado o de favor. El Padre al que habla Jesús es Padre de todos. Y nos exigirá a todos que cuidemos unos de otros, velando con esmero por los que más necesitan ser atendidos. Los faltos de pan, los necesitados de afecto, los tristes, los solitarios… Nos lo pedirá tanto, que de eso nos examinará en el último día. Nos dará el Espíritu que es aliento de vida, para que vayamos por todas partes a curar y a bendecir. Y nos pedirá cuentas de lo que hayamos hecho con él.
Nuestros padres pidieron el bautismo para nosotros, ojalá que llevados por la intención de que creciéramos en comunidad de fe, y viviéramos alentados por el soplo divino. Así, no tuvimos ninguna posibilidad de decidir. Pero ya somos mayores. Podemos recoger esa buena intención de nuestra infancia, actualizarla y responder a ella. Hacer de cada día de nuestra vida una ocasión de cuidar a otros, de curar, de bendecir. Y ponernos, también cada día, un ratito en la onda de la voz del Espíritu. Para no dejar de reconocerla, y hacerle sitio en nuestra conciencia. Pararnos y presentarnos ante Él.
En la educación religiosa de de los más mayores no aparecía mucho la figura de Dios Padre Bueno. Solía perderse el ultimo adjetivo, y aprendimos a dirigirnos a un Padre normativo, al que más temíamos y pedíamos perdón, que alabábamos o agradecíamos. Ha llegado el momento de dejar las excusas, de asumir que, en el presente, ya nos han contado las cosas de otra forma, ya hemos experimentado el amor de Dios, ya podemos dejar atrás esas imágenes. En suma, podemos elegir libremente comprometernos con el Padre, dejar que el Espíritu Santo nos empape y arrastre nuestras vidas a nuevos cauces. Escuchar a Dios llamarnos hijos, y descubrir el efecto de decirle a Dios “Papá”.
A lo mejor así, al sentirnos de verdad hijos amados, somos capaces de sentirnos hermanos unos de otros, y encontramos el impulso para vivir inquietos por cuidar unos de otros, dándonos sustento, alegría, consuelo, perdón y cariño.