Editorial

SENCILLEZ

Qué sencillo y cómo me gusta esta sencillez. Ya sea en código “antiguo” testamento, en boca de la escuela de Isaías, con sus palabros extraños para nosotros como lo de no cerrarse a la propia carne y tal, que nos suena raro (porque es lenguaje antropológico-semítico); ya sea con la novedad evangélica de las comparaciones con lo simple y cotidiano para hablar del Reino, la idea me parece fácil de entender. Y como a menudo ocurre, se refiere a la práctica de vida. A lo que hacemos y cómo lo hacemos.

La parte técnica de estos fragmentos bíblicos de hoy nos la explicarán los exégetas y especialistas, y de verdad que eso ayuda a saborear los textos más afinadamente. Cuando los ponen en su contexto histórico y literario, una aprende cosas que nutren, a mí al menos me pasa así.

Pero a menudo corremos el riesgo, y yo la primera, de que como disfrutamos de lo “intelectual” nos olvidamos de lo demás. Quiero decir, que como me satisface entender (aunque sea parte del camino) y eso hace que dentro de mi cabeza las cosas tengan un sentido, pues a veces no soy tan rigurosa en la cosa de la práctica. Es lo que nos pasa a los intelectualillos. Es lo que les decía arriba con lo del lenguaje antropológico-semítico… que lo leo, me lo explican y flipo en colores de pura intelección, y lo gozo. O lo del significado de por qué Jesús comparó con la sal y no con otro aditivo comestible, por su capacidad de conservar, de simbolizar sello de fidelidad y permanencia, de alianza judaica… y me pasa otra vez lo mismo. Que lo gozo. Se me sacia la curiosidad y la mente. Y, ya digo, corro el riesgo de que la maquinaria mental se quede tan feliz y tan campante. O sea que vivaquea, acantona, aloja y estaciona; todo esto son sinónimos etimológicos de campante.

Ya ven que soy una friki de las palabras y su origen. Este es otro de los gozos intelectuales que me permito y alimento, porque me ayudan a vivir mejor. A practicar mejor. Porque, como todos, en mi corazón albergo decisiones y modos, que, aunque deficitarios, son honorables en su diseño. O sea que, como todos, intento acertar y ser buena sal (aunque sea en sobrecito monodosis) y al menos cerilla prendida en la oscuridad. Y digo cerilla, que no mechero bunsen, por lo limitado y precario de mis posibilidades iluminatorias. Pero ahí estamos y seguimos. Y volvemos al principio. La sencillez de la propuesta de vida del Señor.

Las buenas obras. No las buenas ideas, los buenos rezos, los buenos cultos o sacrificios, las buenas liturgias, las buenas palabras, los buenos dogmas, las buenas leyes, los buenos textos, los buenos lugares, los buenos símbolos… Las buenas obras. Las de misericordia. Las de las bienaventuranzas. Las de construcción. Las de obras son amores… y etc. Esas. Ya ven: sencillo. Nada intelectual. Al alcance de todos y todas. Les voy a contar una anécdota que me ha pasado esta semana misma en mi cole. Un gesto diminuto, cotidiano, de respeto y buen hacer que tuvo una alumna conmigo y con el cuidado del entorno que compartimos. Es una niña con síndrome de Down. Fuimos juntas al aseo. Ella acabó primero. Yo salí y me lavé las manos. Ella estuvo esperando a que yo terminara de lavarme sosteniendo la tapadera de la papelera para que yo pudiera poner el papel de secarme dentro. Les aseguro que, estoy convencida (con un posible inexistente margen de error), de que ningún otro alumno (o un número muy diminuto) de mi cole es capaz de semejante hazaña doméstica.

Según se mire, puede ser un indicador algo triste de la realidad académica y social en la que nos movemos. Ya les digo que me llamó la atención… Pero prefiero mirarlo como sal y como luz, de las que Jesús habla. En este caso no me cabe duda

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