Editorial

Quitad la losa

En este camino cuaresmal, Jesús se presenta este V domingo de Cuaresma como la vida y la Resurrección

La resurrección de Lázaro es otro de los grandes signos obrados por Jesús; es el séptimo y último de los que relata el IV Evangelio. Cuando se enteraron los sumos sacerdotes y los fariseos de que Jesús había obrado el milagro admirable de devolver a la vida a un muerto que yacía cuatro días en el sepulcro, convocaron consejo y dijeron: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos. Si le dejamos que siga así, todos creerán en él» (Jn 11,47-48). El Evangelio agrega: «Desde ese día decidieron darle muerte» (Jn 11,53). ¡Pobres mortales, deciden dar muerte al Autor de la vida! Más ciegos no se puede estar.

Poco antes de que llegara a Jesús el mensaje apremiante de las hermanas de Lázaro: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo», él había dicho a los judíos: «A quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: ‘Yo soy Hijo de Dios’? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (Jn 10,36-38). La resurrección de Lázaro es una de esas obras de su Padre que él hará para que se crea que esa afirmación fundamental sobre su identidad: «Yo soy Hijo de Dios» no es una blasfemia, sino la verdad. Por eso Jesús responde al mensaje las hermanas diciendo: «Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella». Obviamente «Hijo de Dios» es el nombre que se da a sí mismo.

Llegado junto al sepulcro de Lázaro, Jesús ora así: «Padre, te doy gracias por haberme escuchado…». En su condición de Hijo de Dios, llama a Dios en su forma habitual: «Padre». Pero luego actúa con su propio poder: «Gritó con voz fuerte: ‘¡Lázaro, sal fuera!’. Y salió el muerto, atado de pies y manos».

La conclusión del hecho era la esperada: «Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él». Esto no es lo que sorprende; lo sorprendente es que otros, reconociendo que ha hecho ese milagro, no crean, como es el caso de los sumos sacerdotes y fariseos. Con razón Jesús había afirmado: «Si no oyen a Moisés y a los profetas, no se convertirán ni aunque resucite un muerto» (Lc 16,31). Esto lo dijo Jesús como conclusión de la parábola del rico y Lázaro el pobre. En esa parábola el rico aseguraba que, si resucitaba Lázaro, sus hermanos se convertirían. Jesús resucitó a un hombre que, por coincidencia, se llamaba Lázaro y los sumos sacerdotes ¡no se convirtieron! No se convirtieron porque no escuchan a Moisés, como les había advertido Jesús: «Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque él escribió de mí. Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?» (Jn 5,46-47).

Este tiempo de Cuaresma nos invita a no endurecer el corazón ante tantas obras de Dios que cotidianamente presenciamos y que son mucho más impresionantes que la resurrección de Lázaro, como lo hace ver San Agustín en el comentario a ese episodio: «Resucitó a un muerto y se espantaron todos; nacen tantos cada día y nadie se admira. Pero, si consideramos la cosa con más atención, es mucho mayor milagro hacer que exista lo que no era, que hacer revivir lo que era».

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