Editorial

María, Madre de los Dolores:

Corazón Traspasado por el Amor Redentor

En el silencio profundo de la fe, donde el dolor se convierte en ofrenda y las lágrimas en oración, se alza la figura de la Santísima Virgen María, la *Dolorosa*, cuya vida estuvo marcada por siete espadas que traspasaron su alma. Estos dolores no fueron simples pruebas, sino misterios que la unieron de manera íntima y única a la Pasión de su Hijo, haciéndola partícipe de su sacrificio redentor.

El primero de estos dolores fue la profecía de Simeón, cuando el anciano anunció que aquel Niño sería signo de contradicción y que una espada atravesaría el corazón de su Madre. Desde entonces, María supo que su amor maternal estaría tejido de sacrificio. El segundo dolor llegó con la huida a Egipto, cuando la Sagrada Familia tuvo que abandonar su tierra, perseguida por la crueldad de Herodes. En ese exilio forzado, María guardaba en su corazón la certeza de que el camino del Mesías estaría lleno de incomprensión y rechazo.

El tercer dolor fue la pérdida de Jesús en el Templo, aquellos tres días de angustia en los que, como preludio de su futura ausencia, el Hijo de Dios se quedó en la casa de su Padre. María, buscándolo con aflicción, aprendió que Él no le pertenecía solo a ella, sino a la misión que el Cielo le había encomendado. Más adelante, en el cuarto dolor, su corazón se quebrantó al encontrarse con su Hijo en el camino al Calvario, cargando la Cruz que el pecado del mundo le había impuesto. Sus miradas se cruzaron en un silencio lleno de amor y dolor, un diálogo de almas que solo una madre y un hijo pueden comprender.

El quinto dolor la sumió en la oscuridad más profunda: ver a su Hijo clavado en la Cruz, agonizando ante sus ojos. Allí, de pie, como fiel discípula, no huyó, no abandonó, sino que permaneció unida a su sacrificio, ofreciendo su propio sufrimiento en unión al suyo. Cuando lo recibió muerto en sus brazos, sexto dolor, el mismo amor que una vez lo envolvió en pañales ahora lo envolvía en un manto de lágrimas. Y finalmente, el séptimo dolor: la sepultura. Con manos temblorosas, lo entregó a la tierra, confiando, en medio de la noche del alma, en la promesa de la Resurrección.

María, la *Virgen de los Dolores*, no es solo modelo de paciencia en el sufrimiento, sino de *compasión activa*, de aquel que sufre con amor y transforma el dolor en intercesión. Su vida fue un continuo *»fiat»*, un sí que no se quebrantó ni siquiera ante la Cruz. Por eso, la Iglesia la contempla como *Corredentora*, no porque su sacrificio iguale al de Cristo, sino porque su corazón de Madre estuvo tan unido al suyo que participó de manera única en la obra de la salvación.

Hoy, al meditar en sus dolores, no nos detenemos en el sufrimiento, sino en el amor que lo transfigura. Porque así como después del Viernes Santo llegó la Resurrección, después de las lágrimas de María llegó la alegría eterna. Ella, que estuvo al pie de la Cruz, fue también testigo de la Victoria. Y desde el Cielo, sigue acompañando a sus hijos, enseñándonos que en el dolor ofrecido hay redención, y que toda espada que atraviesa el corazón puede convertirse, por gracia de Dios, en camino de santidad.

Que su intercesión nos alcance la gracia de abrazar nuestras cruces con fe, sabiendo que, como a Ella, el Señor nos dará la fuerza para transformar el dolor en canto de esperanza.

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