Editorial

El Espíritu Santo y el Don de Pentecostés

En el misterio de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo es el Amor eterno que procede del Padre y del Hijo, el Hálito divino que da vida a la Iglesia y santifica las almas. La Solemnidad de Pentecostés no es solo el recuerdo de un acontecimiento histórico, sino la actualización de aquel fuego sagrado que descendió sobre los apóstoles, transformando sus corazones temerosos en corazones ardientes de caridad y fortaleza. Él, el Espíritu Divino, es quien hoy sigue actuando en el mundo, renovando la faz de la tierra con sus dones y sus gracias.

La Secuencia de Pentecostés, con su profunda belleza litúrgica, nos invita a suplicar: «Ven, Espíritu Divino, manda tu luz desde el cielo». Porque sin Él, el alma permanece en tinieblas, el corazón se reseca, y el hombre, lejos de su aliento vivificador, cae bajo el peso del pecado. Pero cuando el Espíritu irrumpe en el alma, como «dulce huésped», trae consigo el consuelo que enjuga las lágrimas, la luz que disipa las sombras del error, y la fuerza que convierte el desierto interior en tierra fecunda. Él es quien riega la aridez del corazón, sana las heridas del pecado, infunde calor donde hay frialdad, y guía al perdido de vuelta al camino de la salvación.

Los siete dones del Espíritu Santo son la manifestación de su acción santificadora. No son meras disposiciones pasivas, sino dinamismos de la gracia que perfeccionan al cristiano para vivir en plenitud su vocación. La sabiduría le hace gustar las cosas de Dios; el entendimiento, penetrar las verdades reveladas; el consejo, discernir con acierto; la fortaleza, mantenerse firme en la prueba; la ciencia, distinguir lo verdadero de lo engañoso; la piedad, amar a Dios con ternura filial; y el temor de Dios, guardar su ley con reverencia. Estos dones no se reciben para el propio beneficio, sino para edificar la Iglesia y ser testigos de Cristo en el mundo.

Al contemplar este misterio, no podemos dejar de volver nuestra mirada hacia María, la humilde esclava del Señor, que fue cubierta por la sombra del Espíritu en la Anunciación y permaneció fiel a su acción en cada momento de su vida. Ella, Esposa del Espíritu Santo y Reina de la Paz, estuvo presente en el Cenáculo cuando los discípulos recibieron el fuego pentecostal. En su silencio lleno de amor, en su docilidad perfecta, se nos muestra el modelo de cómo acoger al Espíritu y dejar que Él obre maravillas en nosotros.

Que esta celebración de Pentecostés nos encuentre con el corazón dispuesto, para que el Espíritu, renovando su efusión en nosotros, nos conceda vivir en la verdadera libertad de los hijos de Dios. Que María, Medianera de todas las gracias, interceda por nosotros, para que, llenos del mismo Espíritu que la cubrió con su sombra, seamos en el mundo instrumentos de paz, de unidad y de amor.

“Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”

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