ANGELUS INMACULADA PAPA FRANCISCO
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y feliz fiesta!
El Evangelio de la Solemnidad de hoy nos introduce en la casa de María para relatarnos la Anunciación (cf. Lc 1,26-38). El ángel Gabriel saluda así a la Virgen: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (v. 28). No la llama por su nombre, María, sino por un nombre nuevo que ella no conocía: llena de gracia. Llena de gracia, y por tanto vacía de pecado, es el nombre que Dios le da y que hoy nosotros celebramos.
Pero pensemos en el asombro de María: solo entonces ella descubrió su identidad más verdadera. En efecto, al llamarla por ese nombre, Dios le revela su mayor secreto, que hasta entonces ella había ignorado. A nosotros también nos puede pasar algo parecido. ¿En qué sentido? En el sentido de que también nosotros, pecadores, hemos recibido un don inicial que ha llenado nuestra vida, un bien mayor que todo, hemos recibido una gracia original. Nosotros hablamos tanto del pecado original, pero también hemos recibido una gracia original, de la que a menudo no somos conscientes.
¿De qué se trata esta gracia original? Se trata de aquello que recibimos el día de nuestro Bautismo, por eso es bueno que lo recordemos, ¡y también que lo celebremos! Pero me cuestiono, esta gracia recibida en el Bautismo es importante. Pero ¿cuántos de ustedes recuerdan cuál es la fecha del Bautismo? ¿cuál fue la fecha del propio Bautismo? Piénsenlo. Y si no la recuerdan, cuando regresen a casa pregúntenselo al padrino, a la madrina, a papá o a mamá: ¿Cuándo fui bautizado, bautizada? Porque aquel día es el día de la gracia grande, de un nuevo inicio de la vida, de una gracia que nosotros tenemos. Dios descendió a nuestras vidas aquel día, nos convertimos en sus hijos amados para siempre. ¡He aquí nuestra belleza original de la cual nos podemos regocijar! Hoy, María, sorprendida por la gracia que la hizo bella desde el primer momento de su vida, nos lleva a maravillarnos de nuestra belleza. Podemos captarlo a través de una imagen: la imagen de la túnica blanca del Bautismo; ella nos recuerda que, por debajo del mal con el que nos hemos manchado a lo largo de los años, hay en nosotros un bien mayor que todos aquellos males que nos han sucedido. Escuchemos el eco, oigamos a Dios que nos dice: «Hijo, hija, te quiero y estoy siempre contigo, tú eres importante para mí, tu vida es preciosa». Así se dirige Dios a nosotros. Cuando las cosas no vayan bien y nos desanimemos, cuando nos abatamos y corramos el riesgo de sentirnos inútiles o equivocados, pensemos en esto, en la gracia original. Y Dios está con nosotros, Dios está conmigo desde ese día. Pensémoslo una vez más.
Hoy, la Palabra de Dios nos enseña otra cosa importante: que conservar nuestra belleza acarrea un costo, acarrea una lucha. De hecho, el Evangelio nos muestra la valentía de María, que dijo «sí» a Dios, que eligió correr el riesgo de Dios; y el pasaje del Génesis, relativo al pecado original, nos habla de una lucha contra el tentador y sus tentaciones (cf. Gn 3,15). Pero también lo sabemos por experiencia todos nosotros: cuesta elegir el bien, cuesta, cuesta mucho custodiar el bien que llevamos dentro. Pensemos en cuántas veces lo hemos malgastado cediendo a la atracción del mal, actuando de modo astuto para nuestros propios intereses o haciendo algo que contaminaría nuestro corazón; o incluso perdiendo el tiempo en cosas inútiles y perjudiciales, aplazando la oración, por ejemplo, y diciendo «hoy no puedo» o decir “no puedo” a los que nos necesitaban y, sin embargo, podíamos.
Pero frente a todo esto, hoy tenemos una buena noticia: María, la única criatura humana sin pecado de la historia, está con nosotros en la lucha, es nuestra hermana y sobre todo nuestra Madre. Y nosotros, a quienes nos cuesta elegir el bien, podemos confiarnos a ella. Confiándonos, consagrándonos a la Virgen, le decimos: «Tómame de la mano, Madre, guíame tú: contigo tendré más fuerza en la lucha contra el mal, contigo redescubriré mi belleza original». Encomendémonos a María hoy, encomendémonos a María cada día, repitiéndole: «María, te encomiendo mi vida, te encomiendo mi familia, mi trabajo, te encomiendo mi corazón y mis luchas. Me consagro a ti». Que la Inmaculada nos ayude a preservar del mal nuestra belleza.
Francisco